martes, 4 de marzo de 2014



LAS CHINCHES SON MÁS SENSIBLES QUE LAS PERSONAS

El sentido del calor y del frío





"El mejor termómetro sigue siendo la mano humana", dijo en cierta ocasión delante de unos estudiantes, el profesor Ferdinand Porsche, constructor de automóviles y famoso por su sentido práctico; ¡y se quemó inmediatamente con el tubo de escape! Ello viene a demostrar de forma sumamente fehaciente que los órganos sensoriales térmicos del humano serán todo lo que nosotros pensemos que son, pero la realidad es que no sirven para realizar labores de precisión. A una chinche de las camas, esto jamás le habría sucedido.






Existen animales cuya capacidad sensorial para el calor y el frío supera ampliamente la nuestra. No hay humano que, basándose únicamente en una diferencia de temperatura, sea capaz, jugando a la gallina ciega, de reconocer a otra persona situada a muy pocos metros de distancia. Para las chinches, esta prueba de habilidad no sería más que una de sus necesidades vitales cuando durante la noche escala el techo del dormitorio, detecta con sus antenas la fuente térmica que es el durmiente, sigue todo movimiento que éste haga en la cama, para dejarse luego caer a plomo, como un bombardero en picado, sobre el lugar exacto de la piel desnuda.





El piojo de la ropa, con los ojos sellados para que no pueda ver nada de luz, camina también, a pocos centímetros de distancia, constantemente, detrás de un dedo humano u otros objetos calientes. En los mosquitos verdaderos, el fisiólogo profesor Konrad Herter, de Berlín, descubrió la mínima diferencia de temperatura que este molesto hematófago es capaz de percibir: ¡cinco centésimas de grado centígrado a un centímetro de distancia en el espacio aéreo! Gracias a ello, este insecto es capaz de registrar las más mínimas diferencias térmicas entre el aire normal y aquel fino soplo, algo más cálido (y húmedo) que, en la oscuridad, despide el "ansiado" cuerpo del animal o ser humano.





Ahora bien, no son sólo los insectos hematófagos, siempre "sedientos de sangre", quienes disponen de un sentido térmico tan sorprendente. Los peces poseen, como mínimo, un sentido térmico idénticamente fino, es decir, disponen de una gran sensibilidad al calor y al frío. Si su cabeza roza agua que sólo sea tres centésimas de grado más cálida que el agua  que envuelve al resto de su cuerpo, los peces la detectan de inmediato.






Comparándolos con nosotros, podemos afirmar que el humano es bastante insensible en lo referente a detectar variaciones de temperatura. Para los peces, esta capacidad de detectar las más mínimas  variaciones térmicas del agua constituye una pura necesidad para la supervivencia, ya que los preserva de extraviarse en frías corrientes marinas o en aguas más profundas.





Muchos animales poseen además una facultad que nosotros, los humanos, no poseemos de forma tan perfectamente desarrollada: el sentido térmico absoluto. Imaginémonos a una persona que vaya paseando por un museo con muchas salas; todas ellas con temperaturas diferentes; 16, 17, 18, 19, 20 y 21 grados, respectivamente, pero alternando sin orden ni concierto. Si la persona, de acuerdo con sus sentidos, tuviera que determinar en qué sala se registran los 19 grados, fracasaría rotundamente. Sin embargo para muchos animales, al poseer el sentido térmico absoluto, esta elección no les causa ni la más mínima dificultad.





De la misma manera que un músico con oído absoluto es capaz de reconocer inmediatamente el do sostenido, por citar un ejemplo, también los roedores, las abejas y los peces detectarían de inmediato la temperatura de los 19 grados, siempre y cuando hayan sido previamente adiestrados para ella, y la detectarían con una exactitud de un grado e independientemente de si proceden de un medio ambiente cálido o frío en el espacio experimental.





Pero el colmo de la precisión corresponde a la lengua de un pájaro que vive en Australia y que deja incubar sus huevos en una "incubadora" por él construida, gracias, precisamente, al calor que produce la descomposición y fermentación de las hierbas y follaje acumulados. Esta ave es el megápodo, o talegallas Leipoa ocellata, llamado también ave de incubadora.





La cámara de los huevos, instalada en el interior del montículo incubador, de un metro de altura, tiene que registrar una temperatura constante de 33 grados. Algo que se dice muy fácilmente, pero que para el ave representa un extraordinario esfuerzo diario durante medio año, una proeza difícilmente igualable por una persona. 








El ave tiene que excavar o cerrar los canales de ventilación, incrementar o reducir la capa de arena termoaislante, introducir o extraer de la "cámara climatizada", en la que reposa la puesta, la arena enfriada a la sombra o calentada al sol, y todas estas labores tiene que efectuarlas según sea de caluroso o sólo cálido el día en la estepa australiana, según sea de día o de noche, de si luce el sol o éste se oculta detrás de las nubes, según exista calor sobrante de las reservas calefactores o éstas se hayan agotado.





El zoólogo australiano doctor H. J. Frith le puso más difíciles las cosas aún al ave: construyó tres estufas eléctricas, alimentadas por un complejo Diesel situado a unos cien metros de distancia, las introdujo en el interior del montículo incubador, para desconectarlas y conectarlas luego aleatoriamente. La talegallas se agitó intranquila, como si no supiese explicarse el porqué de aquellos repentinos recalentamientos y enfriamientos.






Pero en todo momento adoptó las medidas más oportunas y correctas para mantener la cámara de incubación a 33 grados. El doctor Frith no consiguió modificar con sus estufas las condiciones térmicas en la incubadora, en todo caso nunca con más rapidez de la que precisaba el ave para corregirlas inmediatamente.





Cada dos minutos, aproximadamente, el ave incubadora introducía su pico en diferentes lugares del montículo, para retirarlo luego lleno de arena, dejando que ésta se deslizase lentamente por las comisuras del pico, después de haber comprobado la temperatura con el "termómetro" de su lengua o paladar. Con extraordinaria precisión detectaba hasta una décima de grado de flujo térmico en el interior del montículo y obraba de acuerdo con sus comprobaciones, con tanta exactitud como si hubiese estudiado termodinámica.









FUENTE: "La magia de los sentidos en el reino animal"

AUTOR: Vitus B. Dröscher, Zoólogo, nació en Leipzig. Miembro electo de la Sección de Literatura de la Academia Libre de las Artes de Hamburgo. Ha sido galardonado con el premio Theodor-Wolff. Ha publicado quince libros. En Noviembre de 1982 fue galardonado con la Medalla de Oro de la Recherche de la qualité que otorga la Ordre de Saint Fortunat de Poitiers.

© Paul Liot Verlag KG, Münich, 1966
© Editorial Planeta, S.A. 1987 para los países de lengua española,
Barcelona.

















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